sábado, 19 de enero de 2008

Andares de muñeca


Se miró en el espejo; frunció el ceño. Era evidente que no le gustaba lo que veía. Un rostro cansado, casi poblado de arrugas. Los años no pasaban en vano pero la cosa carecería de importancia si tuviese la sensación de que cada surco grabado sobre la dermis hablase de una vida exprimida al máximo.
Como toda persona criada en un pueblo entre los años cincuenta y sesenta, Pilar había pasado una juventud entre paseos acompañada de las amigas y bailes sin otra perspectiva que la de casarse y tener hijos, que ella muchas veces añoraba.
Los largos paseos por el malecón ayudaban a mitigar tanto desencanto para una mujer que no sentía ni padecía excepto si no era con el tacto intacto de su fiel compañero Ganímedes. A sus espaldas estaba el haber aplastado mil y una revoluciones que con el paso del tiempo se hacían más insignificantes. Adorada por muchos y denostada por algunos otros, miraba a la vida con ojos pequeños; no quería cambiar de táctica ya que podía traerle consecuencias nefastas. Ante los infortunios solía expresarse con una máxima: a quién Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. También solía decir “una de cal y otra de arena” que para ella sería algo parecido pero de una manera más tosca. Cuando caminaba llegaba un momento que los pies se le iban solos, entraba en una especie de trance, que le hacía olvidar todo por cierto tiempo. Miraba al mar y eso le reconfortaba. Viendo las olas ir y venir y a los niños jugar en medio de la plazoleta añeja y gris. Sentada en un pequeño muro, jugaba con los pies moviéndolos hacia delante y atrás poco a poco, mientras apoyaba las manos en la piedra fría del muro. Quería reír, pero también llorar, y ya no sabía cual sería la opción adecuada. Agachaba la cabeza mirándose los dedos de los pies y mordiéndose la uñas mientras pensaba que haría.
A veces odiaba tanta placidez. Consideraba que la bella imagen del mar le alejaba de toda la rudeza de su vida luchadora. No relacionaba apenas a la mujer madura que paseaba con su perro labrador con la niña que respondía a sus padres o que hizo comprender a su marido que ella no era una muñeca. Ese carácter luchador e inconformista no casaba con esa serenidad conseguida con el tiempo. Sin embargo ese sosiego era sólo el asiento de la euforia. Una claridad mental nacida de muchos tropiezos y errores, de muchas querellas y trampas. Como podía haberse dejado llevar por lo que le rodeaba, por los que le rodeaban, en vez de haber sido fiel a si misma, a sus valores y principios. Pilarina, se decía, no te arrepientas, también hubo mucho bueno. Mereció la pena y aun no es tarde. El que uno descanse no significa que esté dormido e impasible a lo que sucede a su alrededor.
La imagen de el a lo lejos, caminando cabizbajo y con paso lento le ayudo a tomar la decisión. Ese verano volvería, de la mano de él o del destino. Tenía que volver a ver su imagen reflejada en aquellos ojos cansados y gemelos que tanto añoraba. Solo ella le podría recordar que el tiempo existe si lo utilizas. Corrió hacia el y lo abrazo muy fuerte. “¿sabes?, los abrazos nunca sobran, y hoy quiero que me des muchos” Siguieron paseando, cogidos de la mano, las mismas manos entrelazadas que se unieron hace ya 25 años. El silencio entre ellos y la brisa alrededor. El supo que era una despedida y sonrió. Había sido afortunado de tenerla tanto tiempo a su lado, daba gracias de haber compartido infortunios y alegrías. No podía juzgarlo, el era él también gracias a ella.
Ahora era él el que la observaba en la lejanía, que andares de niña impaciente, que movimiento de caderas de mujerona del malecón. Tras de si dejaba una pequeña e invisible estela de recuerdos, pedazos de Pilar que el recogería encantado para comenzar un nuevo puzzle.

2 comentarios:

JR dijo...

un placer conocerte...besos

Lugosky dijo...

Excelente.